El asesinato del activista conservador Charlie Kirk durante un evento en Utah expone el auge de la violencia política y la polarización en Estados Unidos.
Es también un espejo que refleja la creciente fragilidad del debate público y la normalización de la hostilidad en la política estadounidense.
Kirk no era un personaje menor. Había construido, desde muy joven, una de las plataformas conservadoras más influyentes en los campus universitarios y en el ecosistema mediático de la derecha. Su podcast, sus libros y sus giras le daban acceso directo a millones de jóvenes y a figuras clave del Partido Republicano. Por eso, el impacto simbólico de su muerte va mucho más allá del círculo conservador: es un golpe directo a la idea de que en democracia se pueden dirimir las diferencias con palabras y no con balas.
El contexto es alarmante. En los últimos años EE.UU. ha visto un repunte de amenazas, atentados y episodios violentos contra líderes políticos, gobernadores, legisladores e incluso expresidentes. El incendio de la casa del gobernador de Pensilvania, los intentos de asesinato contra Donald Trump y ahora el homicidio de Kirk marcan una escalada que recuerda, aunque en distinta escala, los años turbulentos de la década de 1960.

No se trata de justificar ni de restar responsabilidad a los discursos incendiarios o a la desinformación que también alimentaron líderes como Kirk. Se trata de reconocer que la violencia política es un fracaso colectivo: de las instituciones que no previenen, de las fuerzas del orden que no protegen, y de una ciudadanía cada vez más expuesta a narrativas que deshumanizan al adversario.
Este asesinato debería ser una llamada urgente a rebajar el tono, fortalecer los mecanismos democráticos y blindar el espacio público frente a quienes, desde cualquier ideología, piensen que el asesinato político es una herramienta legítima. Sin un consenso básico sobre la no violencia, ninguna democracia —por fuerte que parezca— está a salvo.
